viernes, 10 de septiembre de 2010

Epístola absurda para un clown

La nave de los locos... Hieronimus Bosch


Estimado Lucas

…Como siempre me da por compartir mis estados de ánimo con todo mundo, no sé si te molesta que, pura, egoísta y unilateralmente, escriba solo pa contarte mis problemas afectivos, emocionales y hexagonales...

Querido Blas:

Durante una reciente reunión en la Academia, grandes filósofos del futuro inmediato se enfrascaron en una disputa irreconciliable, motivada de acuerdo a la noticia publicada en los diarios locales, a los diversos puntos de vista que cada uno de ellos tenía acerca del apego y desapego, es decir, del egoísmo o de la compartición de los bienes y propiedades de los seres humanos.

Narraba la nota, que un grupo voluminoso más por su corporeidad que por su número, se plantó definitivamente en el argumento de que lo propio es propio y de naiden más, señalando por extensión que, el desprendimiento y compartición tienen indeseables efectos sobre el sujeto dadivoso, no solo emocionales, sino sobre su propio soma (entendido éste como la economía corporal), considerando de manera adicional el progresivo incremento en las tasas del IVA, el IETU y otras medidas impositivas que afectan la pauperoeconomía de los individuos de los pueblos al sur del río bravo.

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A su vez, otro grupo intentaba inútilmente hacerse escuchar en esa torre de Babel.

Su natural pedigree y refinada educación les imposibilitaba a levantar la voz más allá de los 15 decibeles.

Al no lograr ser escuchados, egoístamente optaron por retirarse del conclave, lo cual nos dejó una profunda incógnita; saber cuál era su postura concisa en relación al tema de discusión…

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En eeeeesta esquina le Franchute!!!

en esta otraaaaaaaa le Sardina!!!

Le Sardina tiró un gancho al hígado diciendo, no soy bacalao, pero también tengo aceite.

Le Franchute respondió con un jab acompañado de cierto desprecio culinario al sostener que para las pastas mediterráneas, solo las finas hierbas y el aceite de oliva.

El réferi desesperado por la incróspito de la pelea, cual estrella del pancracio se trepó a la tercera cuerda y desde ahí parado en insólita postura, le pidió al respetable público:

denme una E,

Eeeeeee,

Denme una Ge,

geeeeeee,

denme una O,

oooooo,

denme una I,

iiiiiiiiii,

denme una eSe,

eseeeeee

denme una eMe,

emeeeeee,

denme una O,

ooooo.

En un coro casi infernal, réferi y respetable público, animaron a los púgiles a entregarse sin reservas.

Egoíiiiiismo,

egoíiiiiiiismo,

egoíiiiiiiismo…

Manteniendo el precario equilibrio sobre la tercera cuerda, conminó a los contrincantes a que se dieran con todo, incluso con la cubeta…

Antes de lanzarse al aire y aplicarle una urracarana al cronista de radio, gritó enfáticamente:

¡No se queden con nada, suéltenlo todo, quedarse con las cosas es egoísmo!…

Motivados por tal acto de entrega y heroísmo, los pugilistas se levantaron de los banquillos de sus respectivas esquinas y se dieron con todo.

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Como si la violencia fuera contagiosa, otro grupo trataba inútilmente de intervenir en una riña desatada entre un filósofo verdadero y un desconocido que se había colado en la súpita academia de la más alta cocina, es decir, de la ciencia, disfrazado nada menos que de filósofo.

El falso filósofo acusaba de palabra y obra a uno de los asistentes.

A cada golpe que el falso filósofo propinaba, el filósofo verdadero replicaba, que sí, que en realidad él amaba a Sofía, pero que no era “el” amante de Sofía.

Entre moco, llanto y razonamientos existencialistas, el filósofo verdadero argumentaba sensatamente, que probablemente estaban hablando de Sofías diferentes.

El falso filósofo cegado por la ira y los celos, dando golpes de tirabuzón y también de ciego, neciamente continuó diciendo que no había sofisma (sic) que lo hiciera desistir de sus ganas de matar al amasio de su Sofía…

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Ya ve mi buen Blasso, eso de la compartición depende de lo compartido…

Tonces carnal déjese de preocupancias y platique lo que le inquieta, lo que le absurda la boca, lo que le sueña los quitos, lo que le arde en el corazón.

Pueblo de Tlalpan

martes, 31 de agosto de 2010

Nueve desierto

Gustave Doré
...Te encontré al tiempo que volaba,
no te voy a hablar del estado actual de mis alas...
Mariana Muñoz



las manos se extraviaron en un vuelo circular profundo como lluvia en el mar de los Sargazos


desterradas de tierra firme
se alejaron del espejo
excavaron la densidad del aire
descendieron abismos
cometieron mancias y demencias

inventaron luces y recuerdos,

se volvieron locas

ciertas de la noche que se avecinaba
quedaron mudas

muertas

desiertas

.

Anoche soñé que despertaba ciego


mudo

muerto

desierto

jueves, 12 de agosto de 2010

El principio fue ¡Crash!



De la serie: Cuentos del Crapocalipsis



I



Ocurrió que hace tiempo recibí varias llamadas telefónicas que reclamaban mi presencia, aunque debiera decir más bien, se reclamaba la presencia del habitante del apartamento o al menos eso parecía al principio.


Durante todas las llamadas telefónicas, de las cuales por cierto, ninguna, duró más de tres minutos, la persona del otro lado del teléfono nunca mencionó mi nombre, ni el de ninguna otra persona, solo me encarecía a presentarme en una dirección al sur de la ciudad.


El llamado era apremiante –No debería dejar de acudir a equis lugar, en cierta fecha. Esa fue siempre la primera indicación. –De otra manera, las consecuencias de no asistir a “la audiencia”, sí, eso dijo, “la audiencia” –Serían catastróficas. ¿Catastróficas para quién? Me pregunté para mis adentros.

–Yo a esta persona ni la conozco, concluía yo, con ganas de colgar sin más el teléfono.


Las primeras veces me arrepentí de haber tomado la llamada, pero algo me detenía y continuaba escuchando la llamada hasta el final.


Me llamaba sobremanera la atención, el énfasis que la voz ponía en el término, “la audiencia”. El tono era distante pero imperioso. Era más bien burocrático, aunque no del todo, sin embargo, no parecía tampoco, uno de esos supuestos abogados de call center que suelen amenazar a cualquier hora, a los deudores morosos.


No era mi caso. No tenía ninguna tarjeta bancaria, ni había hecho compras importantes o algún otro movimiento mercantil o financiero que involucrara mis datos personales desde que me había mudado a la ciudad y había obtenido mi nueva cédula de identidad. Yo tenía muy claro, quien era Yo ahora.


Mi antigua identidad se había diluido durante el sismo de 6.11 grados en la escala de Richter que devastó la región. Las indicaciones que recibí a través de la revelación durante lo más duro del desastre, habían sido tajantes.


La voz del otro lado me regresó más de una vez a la llamada.


– Procure no llamar la atención y use vías alternas para llegar, fue otra de las indicaciones que la voz emitía en cada telefonema.


Usualmente no daba espacio para hacer ninguna pregunta. Cada vez que yo intentaba interrumpir para preguntar algo, la voz continuaba con órdenes como:


–No cargue ningún documento…


A las primeras llamadas no quise darles importancia, las tomé realmente como llamadas de call center, simples cobradores buscando al inquilino previo del piso que en ese tiempo yo ocupaba en la calle de Cabinet, aunque las locuciones del otro lado del teléfono no eran precisamente requerimientos de pago, sino más bien indicaciones a seguir para acudir a cierto lugar.


El piso se arrendaba desde hacía varios años y yo apenas tenía unos cuantos meses de haber llegado ahí, así que la posibilidad de que buscaran a un antiguo arrendatario, era muy alta. Sin embargo, la eventualidad de número equivocado, estuvo descartada después de la insistencia de la segunda llamada.


Por otro lado, en esos tiempos, era evidente que había ciertas señales que yo en mi nueva circunstancia no alcanzaba a reconocer a plenitud.


Todo había sucedido muy rápido. Estar donde estaba, implicaba la ruptura total conmigo mismo, cosa nada fácil de sobrellevar salvo en las condiciones en las que a mí se me habían presentado todos los acontecimientos sucedidos hasta la fecha.


Después de varias llamadas, las cosas cambiaron. Durante la última llamada, las señales fueron más claras, aunque un tanto enigmáticas, podría decirse que hasta un tanto hieráticas. Lo impersonal de la voz, remitía a algo transhumano.


En tanto escuchaba la voz a través del auricular, los recuerdos de la revelación que tuve mientras los techos de los pisos superiores del edificio que ocupaba en M. caían sobre mí durante el terremoto, fueron tan vívidos, que no hubo mayor duda. Comprendí sin duda, que había ciertas señales ineluctables.


Son mis ojos, los que tienen que aprender a ver, pensé.


Sin embargo, en honor a la verdad, he de decir que durante la última llamada intenté hacerme el desentendido, el loco pues, así que sin dar oportunidad a que continuara, grite dirigiéndome con toda la voz al teléfono – ¡Yo no soy la persona que usted busca!


– ¡Sabemos lo que sucede, le esperamos! Fue lo último que se escuchó a través del altavoz.


En ese momento las sombras de las hojas de los árboles tras la ventana incendiaron la pared a un costado, la visión fue asombrosa, un incendio en amarillo y gris que arrasaba toda la superficie lateral de la estancia.


Yo me quedé con el auricular en la mano, después solo se escuchó el click del cierre de la conversa telefónica.


No había duda ¡Las llamadas eran para mí!


Si bien era cierto, tenía indicaciones claras acerca de mantener un bajo perfil, más cerca del anonimato total que, el de destacar en ese microsistema que era el edificio de apartamentos o las calles o lugares que frecuentaba, también era cierto que eso dejaba abierta la posibilidad de que desde el mismo anonimato absoluto en el que me encontraba, pudiera realizar la tarea que tenía destinada.


Al principio no salía mucho del apartamento, si acaso, solo para hacer compras de alimentos o algunos CD´s y periódicos que hicieran menos largas las horas de espera y estar mientras tanto, al corriente de lo que sucedía “afuera”.


Aunque en realidad, yo mismo no sabía exactamente que esperar, ni cuál era el siguiente paso. Solo estaba ahí, esperando…


No era precisamente confusión lo que experimentaba, más bien era una cierta indecisión indescriptible. Salvo las visiones, ignoraba el resto.


Al principio, las mismas visiones no me hacían mucho sentido. Eran imágenes demasiado sueltas para tener una significancia o comprensión clara en esas circunstancias y momentos.


Yo mismo tendría que descubrir los significados.


Los signos, sin las significancias y la interpretación, son nada, solo señales anodinas o circunstancias aparentemente inconexas.


Como primer paso, era necesario comprobar que ya estaba en el lugar, el cual sería el epicentro de todo lo que estaba por venir… o por continuar…


Ese propio pensamiento tenía algo de terrible.


Las evocaciones involuntarias me produjeron tal sensación, que un temblor oscuro me recorrió la cerviz, las imágenes de muerte y desolación que vi por todas partes durante las horas que transcurrieron después del tercer movimiento telúrico de 69 segundos experimentado en M., estaban nuevamente frente a mis ojos.


La destrucción había liberado los instintos más salvajes de los sobrevivientes. Unos y otros tomaron cualquier objeto que pudiera convertirse en un arma y cada uno a su modo había continuado la destrucción. Lo que las fuerzas telúricas no habían devastado, lo estaban haciendo ahora las víctimas, convertidas en salvajes victimarios de los otros.


Cuando entre los escombros y el polvo aún suelto en el aire abandoné M., observé que llegaban más cargamentos de armas para controlar las rebeliones y saqueos, o para armar a los insurgentes y rebeldes, que de alimentos para ayuda humanitaria, bisnes are bisnes decían, los mismos que se encargan de hacer de policías del mundo, al entregar los pertrechos para una guerra asimétrica en desarrollo…


Exhalé firmemente por las narinas intentando quitarme esas memorias, pero un cierto tufo se extendió por la habitación.


Las cosas habían iniciado y no había vuelta de hoja. En el cosmos, algo inevitable por fin había sucedido, el orden de las cosas se había también movido y anunciaban el principio de algo desconocido para la gran mayoría de la humanidad.


Sin duda habíamos perdido el sentido de las cosas… podíamos discutirlo por horas en los cafés y bares hasta el insomnio o la borrachera y nada cambiaba, éramos testigos lejanos, ausentes del devenir del mundo que nos rodeaba.


Ya todo se había echado a andar, aún sin darnos cuenta.


Muchos no sabíamos muchas cosas, sin embargo, y eso lo tengo claro, la ignorancia te hace inocente, pero no te salva.


Eso sucedió en M. antes del sismo. Ahora ya no había vuelta atrás, M. ya no existe más. No quedó piedra sobre piedra.


Un estallido cimbró los cristales del ventanal, la curiosidad ha sido sometida por la costumbre, la devastación es parte de la decoración urbana. El miedo es tan habitual que ha perdido su sentido emocional. Somos sobrevivientes.


Sin embargo motivado por una de esas extrañas corazonadas extendí la vista a través del amplio ventanal de la estancia. De entre el humo que sobresalía por arriba de los edificios del vecindario, o tal vez a causa del calor remanente de la explosión y la distorsión de los dedos de fuego y ceniza, sobresalían algunas imágenes superpuestas. Otra vez las revelaciones fueron claras.


Había tres universos superpuestos: El de afuera, el mundo de los otros, donde todos compiten, pelean y corren tras sueños, ilusiones, deseos y objetos; Uno intermedio, el que habita en el ancho del cristal, ese gemelo que es transparencia y espejo; Y el de adentro, este que sucede dentro de las paredes de casa y mi cerebro.


Esta última certeza me hizo saber que ya estaba en mi propio camino, cualquiera que este sea.


A riesgo de dejar huellas o evidencias de mi paso por aquí, he decidido hacer una especie de bitácora o diario de camino. No entiendo mucho de leyes humanas o divinas, pero hay una premisa que debe funcionar igual en ambos lados, lo que no está prohibido, está permitido…


De pronto los impulsos de escribir llegan solos. Eso es algo también sorprendente en estos momentos de tanta tensión e incertidumbre, la cantidad de ideas y pensamientos que vienen a mi cerebro en estas largas tardes de espera y que después de repensarlas una y otra vez, no dejan más remedio que escribirlas. Escribir obliga a pensar, a detenerse a leer lo escrito, a preguntarse cosas, a buscar respuestas, a caminar.


¿Podremos guardar una verdadera memoria de lo que está sucediendo?

¿Podrá alguien después de que todo esto acabe, saber lo que sucedió en realidad?

¿Habrá libro que resista la devastación del fuego o el tiempo?

¿Habrá alguna voz que no sea muda después de explotar de llanto con tanto disparo?


“Le parole vanno al vento, scritto permenee” repetía mí abuela, para dejar constancia de que no bastaban las promesas, pero y después cuando en esta larga noche se apaguen las luces, el final final

¿Quién lo escribirá?

domingo, 25 de julio de 2010

Distopía monal

Monos
Cuentos del Crapocalipshit...



Había una vez un caballo astronómico en algún lugar de la selva negra...


El mono brincó (ostentosamente) desde su banano y caminó (monamente) hacia el estrado donde acomodó el micro sobre el pedestal hasta dejarlo a su altura e hizo pruebas de sonido,
ckkka ckkka, ckkka ckkka.
Sin previo aviso, eructó en dirección a la corte genuflexa de lambiscones que mientras tanto se masturbaban aduciendo lo excitante de su vigorosa presencia.
Golpeó ambos talones a manera de saludo militar, se ajustó la chaqueta y las charreteras, después pidió silencio al respetable y ordenó al coronel y sus diez mil milicianos que abrieran solemnemente la tapa del mausoleo donde descansaban (en paz), desde hacía 178 años, los restos del padre patrio de otros monos.
Una vez que levantaron la cubierta, suspensó un minuto la expectativa (eructó una vez más), engoló la voz y dijo:
Padre ¿eres o no eres o quién eres?…
¡Padre no estás solo!
¡En el trópico también sabemos cantar joropos y llaneras!
¡Por ti libraremos la madre de todas las batallas por la zoológica libertá y el colectivismo tarzánico de los pueblos!
En la selva, dóciles aplaudieron los aplaudidores oficiales.
Algunos levantaron piedras y esgrimieron al aire ramas a manera de armas.
A su lado, un monito (chiquito y mercenario) le lamía los guevos…
En el clímax del rito, a una sola voz todos corearon:
¡Mono, moooono, moooono!
El mono se irguió orgulloso, estaba exultante, diarreico, incontenible.
Petulante se rascó los guevos, eructó con fuerza pedorreica frente al micro, caminó vanidosamente hacia el banano y volvió a treparse en su rama.
Todos aplaudieron/
y también se rascaron los guevos.


Acariciando la vieja ojiva rusa de fabricación china que guardaba celosamente en su neceser particular, un otro mono aún más viejo y más gorila, desde su pivote de tierra en la mar océano inflamaba al vecindario vociferando salomónicamente (la vejez los vuelve sabios…y necios) en el micrófono abierto de la única estación de radio que trasmitía a lo largo y ancho de la selva:
¡Compañeros! ¡Frente a un ataque nuclear, no hay sombrilla de barita, plomo del 98%, ni bunker profundo que nos proteja!...
¡Solo la revolución nos salva!
¡Revolución o muerte! emitía la estación de radio en cada punto del arrecife haciendo eco al espíritu del paladín infalible.
En la plaza roja de la Sabana vieja de la selva, otros monos (igual de viejos) y dispuestos a envejecer hasta la momificación, con los corazones henchidos de genuino heroísmo, ckkka ckkkaban:
¡Mono, moooono, moooono!


Un artrópodo suspirante a primate, supuso que pensaba y diseñó el penúltimo manual del perfecto mesías en cinco pasos a saber:

1. Búsquese un héroe local de preferencia fracasado y úselo como modelo para hablar del sacrificio personal en aras del bien superior de la nación mona;
2. Haga de todas sus bravatas un acto de victimismo y heroísmo;
3. Búsquese un demonio local, de preferencia un oligarca en decadencia y úselo de su puerquito; con los otros, negocie bajita la mano canonjías y otros beneficios personales;
4. Hable siempre en tercera persona del plural y con referencias vagas a su origen divino;
5. Destile su veneno en diatribas contra todos los que se opongan a usted y sus ideas, y (muy importante) respetuosamente esconda la mano;
6. Opine de todo e insista, insista, insista: Cualquier propuesta opositora persigue siempre oscuros intereses, por lo tanto, los demás están equivocados, solo los monos buenos en voz usted tienen la verdad;
7. Inmole a sus secuaces más acérrimos e inscríbalos en el martirologio del movimiento por la novena república.

Al terminar tan peliagudo ejercicio, el artrópodo se incorporó en dos patas, se rascó la panza como intentando rascarse los guevos, sonrió satisfecho y dijo: ¿humano yo? ¡No!
¡Mono, moooono, moooono!

viernes, 16 de julio de 2010

Volví a tener visiones

2010


Woyzeck armen... roten, blut...

Georg Büchner


El siquiatra dice que su frenología y farmacopea son insuficientes en mi caso...






Primus

La secretaria no me miró ni me habló durante todo el tiempo que estuve en la sala de espera, ni siquiera cuando llegué y me paré frente a su escritorio para decirle que tenía cita a las cinco y media de la tarde.
Después de algunos minutos de soportar su incomodo ignorarme, me di cuenta, o más bien dicho pensé, que tal vez María tenía razón cuando me sugirió acudir al siquiatra. Me incomodaba sin razón alguna, el desprecio que manifiestan las estatuas, los burócratas, los semáforos, los elevadores y otros objetos que imitan la naturaleza humana, cuando se quedan impávidos y callados frente a una pregunta planteada sin mayor ambición que obtener un sí o un pase usted como respuesta.
Además he de reconocer que intolero a los intolerantes.
Sin duda, la secretaria era parte del mobiliario del gabinete del doctor, sus movimientos eran tan articulados, tan espasmódicos, tan singulares y mecánicos, que más bien parecían los movimientos de una autómata.
Estuve tentado a revisar la parte dorsal de su nuca, para ver si tenía un código de barras e identificar el probable origen de ese mecanismo de IA, pero no me atreví, pensé en silencio que he visto demasiadas películas de joligud.
Me senté en uno de los sillones que estaban disponibles en el recinto, pero elegí el más alejado para no estar frente a ella.
Miré el reloj de pared. Yo tenía la culpa, había llegado 31 minutos antes de la cita programada (o más, si agregaba los que pasé frente a ella).
Compraré un reloj de pulsera para usarlo en este tipo de situaciones.
El lugar estaba lleno de olores extraños. Olores que no se huelen en ningún otro lugar que yo conozca. Es razonable que un taller mecánico huela a aceite y fierros oxidados, que un consultorio dental huela a clavo molido y hueso desbastado, que una pescadería huela a mar y pescado, que una tablajería huela a muerte e impunidad, en fin, es natural que un consultorio huela a… a… a consultorio.
Hasta antes de acudir por primera vez al consultorio del siquiatra (gabinete, me aclaró él durante la primera sesión) o más propiamente dicho, hasta ahora, no tenía idea de que la sapiencia y la beneficencia tuvieran un olor particular.
Ahora puedo imaginar que el cielo apesta de manera semejante a ese lugar.
Pasados unos minutos, un sopor se apoderó de mí. Tal vez la batalla de mi estómago con los alimentos ingeridos unas horas antes o los beatíficos olores del lugar hicieron estragos en mi estado de vigilia. Cerré los párpados para dejar descansar la vista, dejar de pensar en lo que me anunciaría él doctor (había prometido darme un diagnóstico) y sobre todo para no ver a la secretaria y seguir siendo blanco de su indiferencia.
En un momento dado, una voz lejana e impersonal llegó a mis oídos, al tiempo que las campanillas del carillón de pared anunciaban las cinco y media. Movido por la voz, abrí los ojos con sorpresa. El tiempo había pasado en un abrir y cerrar de ojos, aunque yo me resistiera a reconocer que me había quedado dormido.
Las puertas de roble de la habitación principal estaban abiertas de par en par invitándome a pasar.


FINIS

Al ingresar al recinto, experimenté una extraña sensación perceptual relacionada con un cambio de intensidad en las luces. La luz de la sala de espera parecía detenerse a solo unos centímetros pasando el umbral de la puerta.
Adentro había una penumbra que acentuaba aún más los olores que de ahí emanaban.
Tal vez, durante la primera cita, mi estado emocional no me permitió hacer estas observaciones. Había acudido con mucha incredulidad y muy poca fe en las artes médicas. Yo en realidad no estaba enfermo de nada, lo hacía más que nada, para complacer a María. Además, había acudido solo, ella estaba fuera del país y la soledad es mala consejera.
El hombre vestido de impecable blanco parecía esperarme y me miraba inquisitiva y condescendientemente desde la altura de su escritorio de maderas preciosas.
Me invitó a recostarme en el diván a lo cual accedí sin reparos, entiendo que esa es la tradición de la escuela siquiátrica. Supongo que la horizontalidad de un cuerpo está más asociada a la enfermedad que a la vitalidad.
Cuando uno no es cadáver o no está firmemente parado, está enfermo…
Sin levantarse de su sillón, se acomodó las gafas con armazón de oro sobre el puente de la nariz, carraspeó sincera y serenamente sin quitarme la vista de encima, afiló la palabra y me dijo con ese aire de suficiencia que los caracteriza cuando van a dar una noticia importante o trascendente: ¡Está usted loco!
La afirmación fue tan tajante que me dejó estupefacto durante interminables segundos. Yo respondí tímidamente: Solo tengo visiones doctor… no creo que eso sea cosa de locos...
No sé nada de medicina, pero entiendo que la palabra “loco” es una generalización vulgar que desestima la cordura de una persona y no una expresión técnica que hable de algún desorden mental en específico, pero bueno, ¿Quién sabe más que ellos?
Él continuó sin quitarme la vista de encima, probablemente observando mi reacción… me sentí incomodo y desvié la mirada, llevé mi mano derecha al bolsillo del abrigo intentando demostrarle que estaba buscando algo y que no estaba mosqueado por su mirada indagadora.
Mi bolsillo estaba vacío, así que saqué la mano carente de pretextos y la acomodé con la otra, cruzando los dedos sobre mi regazo.
Él esbozó una inexplicable sonrisa que me incomodó aún más.
¡Fenómeno! dijo, encorvando la espalda y frunciendo el ceño.
Después recuperó la postura y abrió un cajón de su escritorio de donde extrajo un grueso paquete de folios. Tomó un bolígrafo de una pieza de ornato con una representación informe vaciada en bronce que se encontraba sobre la superficie de la mesa y garrapateo algo en una de las hojas.
¿Cómo? pregunté yo desconcertado, tratando de entender la relación entre el diagnóstico y lo fenomenal de algo que acababa de ocurrir sin que yo me hubiera dado cuenta.
No hubo respuesta de su parte.
Se levantó del sillón y rodeando por detrás la otomana donde yo me encontraba recostado, se dirigió hasta un armario de madera y cristal biselado que se encuentra empotrado en la pared al lado derecho del diván, sacó un manojo de llaves de un bolsillo de su impecable bata, ceremoniosamente pasó entre sus dedos cada llave hasta dar con la elegida e inmediatamente la insertó en la cerradura donde la hizo dar dos giros a la derecha, se escuchó un click y después como un sacerdote que abre el arca de la alianza, abrió el delgado recuadro de madera labrada alrededor de la hoja de cristal biselado que hacía las veces de puerta.
Extrajo un instrumento metálico semejante a una pinza con sus ramas curveadas hacia adentro o tal vez más precisamente, a un compás de grandes dimensiones (ya que tenía una regleta trasversal a los brazos). Con un paño limpió, por no decir que acarició, toda la extensión de ambas ramas y finalmente cuando consideró que tenía el lustre necesario, lo miró con arrobamiento.
Los reflejos que surgían de la superficie cromada del instrumento se distribuían por todo el recinto.
Me acomodé nervioso sobre el diván, intentando levantarme.
Se acercó por detrás, hacia la cabecera del canapé y posó una de sus manos en mi hombro izquierdo, supongo que para tranquilizarme. Percibí el peso de su mano y la temperatura de la misma. Me inquieto su frialdad y la presión que ejerció contra mí. Después me pidió que me incorporara y me sentara. Rodeó el diván y se paró frente de mí.
Para mejorar su comodidad y aumentar mi incertidumbre corrigió la dirección de mi cabeza hasta dejarla en una aparente verticalidad. El cuello se me tensó un poco. Parsimoniosamente abrió los brazos del instrumento y colocó el extremo de cada uno de ellos en la cola de mis cejas.
Sentí el frío metálico del utensilio médico sobre la piel y su respiración pausada sobre mi coronilla, pero no me atreví a moverme, supongo que el momento era clave tanto para él, como para mí.
Me sentía como testigo y objeto de un auto sacramental.
Enseguida lo volvió a colocar diestramente entre el punto que está en la raíz del apéndice nasal y la coronilla, para después desplazar el brazo metálico hasta el huesito que sobresale en la base posterior del cráneo.
Mja mja todo coincide… decía en voz baja para sí mismo.
Una vez más volvió a colocarme el aparato, solo que esta vez lo colocó un poco más arriba de las sienes, a cada lado de la frente. Después de unos momentos de interminable silencio retiró el aparato de mi cabeza. Dio un paso atrás, dobló y guardo el instrumento en el bolso de su bata, comprensivo cruzó los brazos sobre el pecho, ladeó la cabeza y me miró con genuino interés científico (supongo).
-¿Ha tomado sus medicamentos como le indiqué?
Ssssí respondí sin mucha seguridad, tratando de encubrir el hecho de que solo había tomado una pastilla roja y una amarilla y después las había suspendido.
Al momento de surtir la receta, el despachador farmacéutico fue muy duro con respecto al origen de la receta y su contenido. Comentó con mucha seriedad el estricto control de las autoridades sanitarias sobre estas drogas (hizo énfasis en la palabra “drogas”) y en su poder de adicción.
-¡Sí o no! dijo tajante el doctor desde su altura parado frente a mí, impidiéndome seguir pensando en cuál había sido la razón real para no seguir tomando los medicamentos tal como me lo había indicado.
Intenté explicarle que la pastilla amarilla me produjo nauseas y la roja dolor de cabeza, pero no me dejó continuar.
Haciéndome un gesto con la mano me indicó silencio y recostarme, después se dirigió a un sillón paralelo al otro costado del diván, donde se arrellano cómodamente.
Con la certeza de que no podía engañarlo, sin mirarme y dejándome sin saber dónde colocar la vista, continuó con su interrogatorio. Yo también me acomodé en el canapé.
-Cuéntemelo todo, desde el inicio. Dígame como son sus visiones.
-No sé… empecé a explicarle. Es un poco tal vez, como un dejà vu pero al revés, es como sí…
-¡No, no, no! dijo. El deja vu es una paramnesia, es decir, es la sensación de que ya se ha sido testigo o se ha experimentado previamente una situación nueva. Eso es algo muy común.
-Claro… Mire, el asunto es que en ciertos momentos y bajo ciertas circunstancias veo cosas, imágenes que llegan a mis ojos, visiones de otras personas en situaciones diversas de su vida. No las veo hasta que sucede, sino antes de que ello ocurra.
-¿Se las imagina o las ve?
-Las veo, las veo como a través de un diaporama que se sobrepone sin oponerse a lo que está de fondo.
-¿Un diaporama? ¿Las conoce usted?
-¿Qué? ¿Las diapositivas? ¿Los diaporamas?
-¡No! A esas personas…
-A algunas sí, otras no… son como parte del paisaje, de la vida cotidiana que está por suceder…
-¿Va a llover mañana?
-¿Mañana? Es probable, así lo anunció el meteorólogo... el pronóstico del tiempo es ahora bastante preciso…
-¿Entonces no ve el futuro? ¿No sabe si va a llover mañana?
-No. En tal caso leo los pronósticos del tiempo en la carátula de los diarios o en la internet…
-Me refiero a que si en sus visiones usted habla con las personas.
¡No! replique enérgicamente, sabiendo por donde iba conduciendo sus conclusiones el doctor.
Rompiendo con el esquema, me incorporé y mirándolo de frente le pregunté cuál era su opinión concreta sobre el caso.
Por unos minutos no hubo respuesta alguna. Después cambio de posición. Se quedó impávido y silencioso sentado en el sillón con la vista fija en las puertas de roble como invitándome a salir.
En ese momento sonaron las campanillas del reloj marcando las seis y media. Sin un solo ruido, las puertas se abrieron automáticamente dejando entrar un hilo de luz de la sala de espera, apenas dibujando una línea en el umbral de la puerta.


Miraflores
entretiempos

martes, 13 de julio de 2010

Clown asomado a la ventana de su apartamento sobre el local de Pompas fúnebres



El Clown Blasso


Sobre una misiva @



...
Más sin en cambio (dicen acá. Sic), me recuerdo perfecto de ciertos viajes en la parte posterior de una “guayin”. ¿Se acuerda de las guayinas?
Manuel el “Chango” manejaba una guayin, una verdadera “lancha”, porque además su sistema de amortiguación era muy semejante al vaivén del agua de tan pesados que eran esos vehículos.
Tenía una gran cajuela, donde cabía todo un sofá (que ya venía integrado) que miraba justo en sentido contrario a la dirección del automovil. Unas fumadas, unas chelas y rolar por entre las calles y callejuelas, mirando la ciudad desde otro punto de vista.
Las casas de principios del SXX, se distinguían de las más modernas por sus balcones y ventanas. Si no había gente en sus balaustradas, había macetas llenas de flores en los barandales de hierro forjado o por lo menos cariátides adornando los dinteles de las mismas.
Cada cierto tiempo, Manuel el Chango gritaba colgado del espejo retrovisor, toquiroooooollll… mientras el auto sin conductor se pasaba un par de semáforos en amarillo casi rojo.

...
Durante un tiempo inexplicable ocupé una oficina en el 7° piso de Guadalajara, esquina con Sonora. El lugar era medianamente amplio.
Un gran ventanal se extendía de pared a pared en el lado que miraba al oriente. La vista del cerro, el castillo de Chapultepec y los atardeceres violenta anaranjados hacían soportable la cotidiana burocracia que se respira por los siglos de los siglos en cualquier dependencia gubernamental, se encuentre ésta a ras de suelo en cualquier pueblo polvoriento o en el séptimo piso por encima del Metro Sevilla.
Atrapado en ese lugar que exigía oficio de comisión hasta para ir a los sanitarios, el ventanal siempre ofrecía una salida.


El cristal es tan diáfano que ni siquiera lo vemos,
Apenas lo intuimos.
Tan frágil para dejarnos caer al vacío
Tan duro para impedirnos saltar y hacernos pedazos en el vuelo.

...
Me asomo por la ventana con la nariz pintada de negro y la cabeza al rape, buscando al payaso de enfrente.
Del otro lado de la calle, en el alféizar de un vitral en la iglesia de enfrente, está el gato de Cheshire que sonríe humanamente…

En el horizonte hay un azul que cae lento,
casi gris,
casi noche…

sábado, 10 de julio de 2010

Verba volant…

Un Ángel a la vuelta de la mano...



Nada más temible que decir algo que podría ser verdad
J. Lacan


La palabra vuela.

El papel guarda, documenta, registra, encarcela.
Deja constancia hasta el amarillo y la termita,
hasta el incendio, hasta la nada.

El verbo libera, denuncia, expresa
y final del eco, se va.

Hay un río de palabras,
caudales de sinsentidos,
confusiones cuadradas
y solo un minúsculo punto de contacto para el círculo...

que breve es el paso,
que permanente la huella,
que memoriosa la cicatriz,
que silente la distancia,
que hueco el silencio,
que abusiva la mentira,
que absurda la hostilidad,
que grotesca la guerra,
que filosa la palabra,
que frecuente la costumbre,
que semejantes los extremos,
que negra la despedida de la luna...
¿y sin luz como vamos a reconocernos?

Que preciso el abismo,
que inestable es el principio que nie, never, nunca permanece,
que certera la muerte,
finita compañera y siguiente paso del inicio.

¿En qué punto del ciclo estamos?
si el final es el principio…

blablablá glugluglu

Again…

jueves, 8 de abril de 2010

El fino arte de hacerse pendejo

Acervo fotográfico del Manicomio General de la Castañeda


- Hay cierta clase de cosas...

-Yep, basta quedarse quieto y silenciar...




Para Laura Mar

Ayer me preguntaron el porqué un sujeto que acepta una responsabilidad, jurando con la mano derecha en la biblia y la izquierda en el bolsillo monedero, una vez asumida la encomienda, navega de muertito durante largos siete años, siete, solo para decir(nos) al final de su estancia (que no mandato), que habríamos de aprender (todos) el fino arte de hacerse pendejo. Ante tan sediciosa pregunta, me rasqué la cabeza, me arranqué los cabellos, intenté la empatía telepática o sea, ponerme en sus zapatos y sus ambiciones. Para tratar de responder a la pregunta que me sorrajaron, desatinada y pendejamente recurrí a los juicios de valor, primer cajón para encontrar absurdas razones a las sinrazones. Que si en la cocción de los huevos que se llevaría ese día como desayuno a la escuelita (en su ya lejana infancia), estos quedaron tibios, que si su crónica deformación burocrática lo imposibilitaba para tomar decisiones trascendentales, que si las gafas que no usaba eran para miopía, que si la velocidad máxima frente a una escuela es de 10 km por hora y así, ofrecí una hilada de respuestas por el estilo. Cada respuesta que ofrecía (impunemente) aumentaba mi insatisfacción y exacerbaba mi sed alcoholicocanabicoliterohistoriográfica. Al final le espeté a quien me hizo la pregunta: ¡Y yo como carajos voy a saber las razones de las inacciones de un sujeto al que vi (de lejos) solo un par de veces! Encontrar la punta de la madeja podría ser una tarea de titanes, así que en ausencia mortis del famosísimo Heracles pensé que lo mejor sería dejarle la faena a la mismísima araña. ¡Maldición! la pregunta se quedó rondando en mis laberintos cerebrales el resto de la tarde y parte de la noche, tenía la sensación de cochambre, de inconsistencia gelatinosa. Llegué a casa, miré el lugar donde deberían estar mis libreros, añoré los libros de la biblioteca, los diccionarios de la real pandemia de la lengua. Con una ansiedad casi insana fumé como un orate y caminé en círculos por la estancia tratando de olvidar la amotinada pregunta. Al caer el crepúsculo me tiré en cama, rayé (con la uña, cual vil reo) por enesimísima ocasión las paredes arrendadas de mi piso en la calle de Miraflores, como si las respuestas a mis inconsistencias se encontraran tras la argamasa de las tapias de ladrillo. Por ahí de las 23:63 hrs, cansado de buscar sin encontrar una respuesta a una pregunta que para ese momento ya había olvidado, encontré el sueño. Soñé que regresaba a Mixcoac, que brincaba (como siempre) la barda inconmensurable que rodeaba los pabellones de la Castañeda, hasta encontrarme (como siempre) con Matilda bajo la sombra de los sabinos. Sonreímos cómplices, nos tomamos (como siempre) de la mano y una vez con la seguridad de su brújula en mi corazón, atravesé (como siempre) el espejo.


Matilda me condujo (como siempre) hasta la biblioteca del recinto. Escombró algunos montículos de revistas y libros en desuso, amargos calendarios y expedientes del archivo muerto. De vez en cuando tomaba en sus manos uno de los libracos, soplaba su aliento tenaz sobre la superficie empolvada hasta imaginar un minúsculo tornado de partículas doradas y después susurraba: anda Dorothy, busca a toto… Esta mañana antes de salir de casa, se escucharon ruidos extraños tras la puerta de entrada. No hice caso (no, no eran voces tras mi oído). Cuando finalmente estaba listo para salir, encontré una hoja amarillenta de papel tirada en el piso. Con indudable letra de mujer, la hoja tenía una palabra escrita en su superficie: Prevaricación. ¡Ah! Matilda siempre tan oportuna. En ese momento me vino a la cabeza un viejo dicho y conocido refrán: Hechos son amores, lo demás son promesas vanas. Ya perdí el hilo… ¿Y todo esto a cuenta de qué? Ah sí… para hablar del fino arte de hacerse pendejo…

miércoles, 31 de marzo de 2010

Dmn

Tarde de demonios Plaza de Bellas Artes 2009 Lucas Matus


aprendí del viento la voz que susurra
y el grito indomable
de la lluvia el llanto
el tam tam
el camino de la sangre
el rain rain que adormece
la absoluta humedad que abraza
de las hojas sueltas del otoño
a morir un día tras otro
de la muerte el sabor inefable del suicidio
a vivir más allá de la soledad de una caja de madera
de las ausencias que en ella caben
del hueco en el pecho
que ya no es más hueco
sino la casa del polvo de todo lo que un día
no importó

jueves, 11 de febrero de 2010

De profundis




Será el verde vertedero de sus ojos,

o el silencio distante de un teclado anclado

en las reminiscencias de una remington

que no dispara plomo sino palabras,

será el sereno...

Noche


Paráfrasis al Neruda. Una noche, en una charla nada que ver con la Serrana...


Todo y todo estaba oscuro.



Noche atrapada dentro de un túnel


que no tenía la certeza de ser tripa hambrienta,


línea férrea de angostos pasos subterráneos


o cloaca de ciudad.



Noche abrió los ojos cuanto pudo,


cerró las narinas hasta la asfixia,


cansada de ser ciega reventó,


vomitó sobre los rieles electrizados.



Túnel ingenuo se abrió a lo largo.



Una vez liberada de la nausea,


noche voraz penetra túnel buscando colecciones filatélicas,


cartas que nunca llegarán a su destino,


huesos abandonados desde el último suicidio,


olvidos,


abrazos furtivos y placeres prohibidos...



Se pegó a las paredes cuanto pudo


acariciando cada grieta,


cada patraña de humedad escurriendo lentas lágrimas sucias,


se regodeó hasta el orgasmo infinito.



Túnel se estremeció.



Alarma sísmica, absurda y loca, gritó:


¡Sálvese el que pueda!



Túnel bufó en la bocamanga de San Antonio Abad.


En calzada de Tlalpan los transeúntes que corrían presurosos a sus casas


se sintieron ofuscados,


el miedo les asomó un temblor en las manos


ja… no entendieron la urgencia de la caricia, ni del goce trémular de las entrañas.



Las putillas de la esquina desde sus escotes largos,


sus minifaldas,


sus muslos de golosina y sus medias quitapón


sonrieron jugosas, sabían lo suyo.



Noche salió al exterior sin labial en la boca,



Túnel se quedó tendido cuan largo era,


Doce veces,


Doce brazos de Kali repartidos en las profundidades de la antigua Tenochtitlán.



Noche cayó sobre las esquinas,


la luz de las farolas parpadeó entre el amarillo de Marte y el negro de humo


silenciosa amplia y cálida


Noche se extendió lentamente sobre las calles de la ciudad.

sábado, 6 de febrero de 2010

Blablablá

Otro mundo, que es el mismo.
"A corazón abierto" PoeTeatro
Quanax huato, Enero 29, 2010
Foto el Boni bo

Esta es una mañana extraña…
I feel strange.

Mi pensamiento pelea con mi corazón.
Será confusión? O exceso de sueños?

Hace un rato,
una cosa era cierta,
tenía hambre y necesitaba desayunar,
pero como mi corazón se empeñaba en inventar y mi razón no lo convencía,
decidí aventar el directorio telefónico por la ventana
y salir a la calle.

Una vez afuera,
encontré de camino un sol amarillo
(el frío invernal le peleaba la calidez)
y un colibrí
(brizna de viento)
detenido a medio camino
entre las paredes de una vieja casona
y mis pasos buscando una respuesta.

- El corazón dijo emocionado: te das cuenta? Pa que más razones? ….

- Mmhhhhh dijo el cerebro…

Blablablá

martes, 5 de enero de 2010

Crónicas del metro…

Dolor, Museo de Arte Contemporáneo Bogotá, 2008

El destino es una piedra de memorias,
en ella se leen huellas de pasos, cicatrices y sueños…

Pa la ItzelA

Hace poco, al finalizar la presentación de un poetryperformance, regresaba a casa después de una extraña velada en la terraza de un bar; llevaba humo en los pulmones y alcohol en las venas, nada fuera de lo habitual en una noche de fin de semana.
A esas horas, cerca de la medianoche, los andenes subterráneos del metro son pasillos con identidad de ciudad abandonada y los vagones del tren se trasladan semivacíos, nadie mira a los ojos, unos dormitan recargados en las paredes y otros se sumergen en la voz silente e individual de los iPod metidos en lo más profundo de los oídos.
Hacía frío. Mientras esperaba la llegada del último tren, de las sombras de un falso plafón adosado a la pared, surgió un hombre de mediana edad y extraña apariencia, no llevaba camisa y tenía el iris de los ojos de un extraordinario color rojizo.
Se acercó tan ligeramente que parecía flotar sobre sus pasos, me miró directamente a los ojos y sin abrir la boca, me dijo: ¡Te conozco! Sonreí, aunque su rostro no me hacía sentido con alguien que alguna vez hubiera yo conocido, sin embargo había algo en su presencia que me resultaba familiar. Pensé en sacar unas monedas, no sé, quizá quitarme el suéter y entregárselo, mirarlo me causaba el frío que el alcohol y la bufanda alrededor de mi cuello no permitían que sintiera. Mientras buscaba en el bolsillo del pantalón algo de plata suelta para entregarle, me tocó suavemente un punto del brazo izquierdo y sentí profundas ganas de llorar, los ojos se me arrasaron de cristales.
Instantes después (no sé cuanto), volvimos a mirarnos y otra vez, sin abrir la boca, en un parpadeo de ojos me contó lo siguiente:

Alguna vez fui ángel… Es difícil explicar la condición de ángel, la mayoría de las personas tiende a asociarlo con dios, particularmente con ese dios castigador y malévolo nacido en las fronteras de Babilonia, sin embargo, nada que ver, no se trata de resguardar personas, ni de salvarlas del infierno si es que este existiera, ni de aconsejarles cual es el bien o portearlas al final de sus vidas como Caronte sobre el río.
Por otro lado, cuando llegas acá, hay una exigencia de las personas de saber de donde vienes, quienes son tus padres, como te apellidas, porque tu acento suena diferente, así, necesariamente te obligas a obtener un registro civil y por lo menos una madre; la condición híbrida del hermafroditismo esta muy lejos de ser siquiera considerada como una posibilidad de “reproducción” y por lo tanto de nacimiento, imagina la cara de sorpresa de cualquiera al escuchar la siguiente respuesta:
Y nada ¡nací de mi mismo! Fffffffffiiiiuuuuuu
Peor que “hijo natural” o hijo de la bastardía, bastardo.
Ughhhhh también las palabras matan.
Así, una vez llegado acá, me dedique a mirar. Al principio fue muy cerca del
Bahr Lut, no había aún aprendido a usar las cuerdas vocales, de mi garganta solo salían sonidos roncos y guturales incomprensibles para los que en ese tiempo me rodeaban, por otro lado, no conocía el significado de las palabras, no entendía el andar en círculo de los pasos sobre los pasos, no comprendía lo absurdo de las murallas en las ciudades ni la razón de los puestos de guardias en las fronteras y por supuesto, a todos los lugares donde llegaba era visto como un extraño forastero.
Conforme me adaptaba a mi nueva circunstancia y me mezclaba con las gentes de los pueblos, me asombraba lo pernicioso de las mentiras en sus charlas cotidianas, lo jodidamente ventajoso de las traiciones en sus relaciones con los otros más confiados o más ingenuos, lo engañoso de sus promesas y así,
poco a poco aprendí a sobrevivir…
lejos de ellos.
Me fui haciendo de una piel de cristal de roca, en realidad, uno no sabe bien a bien la composición química de los humanos, quien se va a imaginar que el resultado de una mezcla mayoritaria de cloruros de bromo, sodio, magnesio y potasio experimentada en la transformación a humano, pueda traducirse alguna vez en mares salados atrapados en el fondo de los ojos.
Aprendí recordando lo que antes era, a mirar los sueños de otros a través de mis ojos de cuervo.
Con quienes estuvieron muy cerca de mí, aprendí a guardar silencio cuando su voz por alguna justa o injusta razón se elevaba irritada, a permitir sus motivos, a no preguntarles de donde venían, ni cual era su historia, a dejarlos volar y desaparecer cuando fue tiempo de volar y desaparecer, a cuidarles el recuerdo, a guardarles la memoria, a no dejarlos morir en la soledad de un nombre desgastado por los azotes del tiempo.
Fui de ciudad en ciudad y de país en país hasta llegar aquí.
Aprendí a no tener raíces, a no lanzar mensajes en botellas vacías después del naufragio, a tomar camino cada cierto tiempo para volver a nacer porque pasados los años, todos envejecen y mueren a tu alrededor y es muy peligroso ser un hombre milenario.
Todo iba bien, incluso cuando todo iba mal.
Después de todo este tiempo, un día inesperado, un dia como cualquiera en que tienes las palmas de las manos abiertas, con afilado cuchillo clavado a mansalva justo entre la cuarta y la quinta del costillar izquierdo, me enseñaron la peor manera del dolor.
¡Por supuesto no morí!...
Pero aprendí a golpes de sal, que no son las ausencias las que matan sino los actos.
¡Ya no quiero ser humano!
Fue lo último que dijo.

Cuando abrí los ojos, en la absurda conciencia de que no podía abrirlos porque ya los tenía abiertos y estaba mirando a alguien, experimenté algo así como un choque de conciencia. Sentí un vértigo en la planta de los pies, aún así intenté responderle algo, s
in embargo para mi sorpresa, frente a mí solo había un charco de cristales.
En ese momento llegó el último tren de la jornada y abrió sus puertas, lo abordé con la extrañeza de pasos tambaleantes, como si el último trago de alcohol me hubiera hecho efecto a destiempo.
Una pregunta se quedó rondando mis sueños en lo que restaba de esa noche.
¿Existen los ángeles?