miércoles, 22 de junio de 2011

Infamélicus



Taller Ollin Yoliztli, danza Butoh, Abril 2011


Una lluvia tardía y sofocante hacía estragos en las calles…




Desmond Harris, peripatético de tiempo completo, asomó la nariz por la ventana que daba al inventario tal como solía hacerlo cuando sus reservas de dinero llegaban a niveles críticos.


Nadie en su sano juicio dentro del catálogo se percató de su conmovedora presencia, tan atareados se encontraban unos y otros, afanados en resolver el sexto misterio del mundo y de paso terminar el novenario 40mil (tan en boga en estos tiempos) antes de que se presentara en el lugar de los hechos la siguiente aurora.


Vaya que si sabían ellos cómo son los asuntos infámicos de un egoísta cegado por la iracunda fe depositada en la intimidación.


Con su boca de lechuga maltratada y una mal fingida sonrisa Desmond Harris preguntó:


– ¿Astrágalos de fantasía?


Cada uno dejó respectivamente lo que estaba haciendo para mirar al unísono hacia la ventana y responder como miembros honorarios del chorus line:


– Tenemos disponibles astrógrafos y carne de floripondio, respondieron todos a una sola voz con la garganta inflamada cual palomo en cortejo fúnebre.


–Cuestiones que a usted no le servirían de mucho, dada su situación actual y la enervante fluctuación intermedia de la bursa de valores propiedad de Don Down Jones y el índice Nikkei, agregaron unicornes, todos y cada uno, campeones del orfeón y el címbalo.


– ¿Pero a quién le importa la rebatinga de maravedíes? Replicó Desmond Harris con los pulmones llenos de gris desaliento.


Hizo un esfuerzo supremo y continuó desde el albornoz masacrado, herencia de su padre desaparecido.


– Astrógrafo debiera usted de ser y no andar con sandeces, que si pido no es por golfo o mal encarado, sino por gallináceo y destartalado.
Nadie se dio por aludido.


– De noche vienes… se interrumpió abruptamente Desmond Harris.


Acto seguido, inculcó las manos huecas en los bolsillos y una mueca anodina se estacionó en su cara contrita por la desnudez y el hambre.
Intentó continuar, pero no pudo. Todos en la habitación lo notaron.


El grupo le miró de hito en hito. Ninguno daba crédito a lo que sus ojos veían.
Desmond Harris monstruaba inseguridades dignas del dogma más dogmático jamás revelado.


Verlo derretido sobre el dosel de la ventana les dio un argumento más para mantener su inopia y desinterés más allá de sus propias y sosegadas narices.


Se miraron al unísono y sin pronunciar palabra ninguna, algunos tomaron sus guitarras y sus chilindrones, otros más se apoltronaron confortablemente sobre las finas lámparas de araña que colgaban del techo y algunos más hicieron piruetas insólitas sobre los quinqués de aceite de palmilla y los sifones de hielo seco que reposaban el sueño de los justos en mesas y anaqueles.


Hicieron (todos) como si nada hubiera pasado y sin más ni más, volvieron a sus actividades cotidianas mientras Desmond Harris se asomaba solícitamente en la siguiente ventana.



*Cuento elaborado al vapor muy cerca de una canasta de tacos al vapor…


Pueblo de Tlalpan

martes, 7 de junio de 2011

Sebastian Prada

El jicote # 8, 1ª función de maroma Grabado de JG Posadas, 1871




El salón está vacío


Me llamo Sebastián Prada y soy adicto. Esta es mi primera vez aquí y debo confesar que me siento un tanto nervioso y también desconcertado.
Cuando decidí incorporarme a estas sesiones de autoayuda, no tenía una idea muy clara de cómo sería la experiencia. Lo más que podía imaginarme acerca de cómo era este lugar y lo que aquí sucedía, tenía más que ver con las imágenes que llegaban a mi memoria de ciertos salones de barriada destinados a reuniones de neuróticos y alcohólicos anónimos.
Mucho café y mucho tabaco en esos lugares ¿No? Por cierto ¿Puedo fumar? ¡Gracias! ¡Ahhhhh!


Detrás del podium


Cuando pensaba que lo había experimentado todo… Bueno, casi todo… Eso de “experimentarlo todo” es una expresión tan soberbia, que si no fuera por esta simulada ausencia de ustedes en la sala, me sonrojaría por haber incurrido en esta frase tan presuntuosa.
Me enteré de este sitio a través de un canal de ondas hertzianas de alta frecuencia y claro, todavía con la sorpresa de haber encontrado al alcance de la mano, casi a la vuelta de la esquina como diría mi madre que en santo silencio descanse, un lugar así de extraordinario, tomé nota de las reglas de inclusión en el grupo y de participación en las sesiones.
Sin embargo, y es preciso aclararlo, a pesar de que estoy habituado a trabajar y vivir casi en soledad absoluta, experimento cierta extrañeza al hablar frente a un auditorio de sillas artificiosamente vacías, pero comprendo en razón de mi oficio, que ustedes también tendrán motivos muy valiosos e importantes para mantener esta particular forma de privacía.
Ustedes perdonarán los desvaríos. Podrán darse cuenta de que en realidad aún estoy nervioso, pero ya pasará. Confío en que en unos momentos más me habré acostumbrado a ésta dinámica y tomado confianza.


Había indicios saben, cosas que uno ve, pero que niega o no les da suficiente importancia, porque están como desligadas del resto de acontecimientos cotidianos. ¡No hay peor ciego que el que no quiere ver y peor necio que el que quiere creer!
Había indicios decía, que me señalaban que las cosas no iban tan bien, aunque no estoy tan seguro de que realmente las cosas me fueran mal, sino más bien creo que…


De un tiempo a la fecha, y ustedes perdonarán que no sea preciso con las fechas exactas, pero ésta secrecía sobre estos datos tiene más que ver con un asunto de propiedad tecnológica e intelectual, que con una negación meramente personal a describir con pelos y señales los episodios más sobresalientes de mi vida, tal como señala el estatuto 16 del reglamento de sesiones.

Se coloca delante del podium

No estoy cierto de si ustedes tengan conocimiento del LHC…
¡No lo creo! Claro, es algo que hemos mantenido hasta muy recientemente, bajo estricto secreto de estado. Verán, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC “Large Hadron Collider” por sus siglas en inglés) ¡Es un gigantesco acelerador anular de partículas atómicas con el que pretendo develar todos los enigmas del “Bing Bang”! He diseñado y dirigido personalmente la construcción de este gran aparato. ¡Sí señores! ¡Lo puedo decir con orgullo: El LHC es la máquina más grande jamás construida por el hombre!
El experimento por supuesto ha provocado un encontrado debate en el mundo científico. Además, imaginarán ustedes que si el presidente del Pontificio Consejo de la Ciencia del vaticano, Gianfranco Cecum, expresó sin el mínimo recato en el “Corriere della Sera” su temor de que el Gran Colisionador de Hadrones, pueda descubrir la “partícula de dios”, se ha generado por supuesto, entre la gente común, una gran confusión espiritual y un miedo casi natural de que se puedan producir consecuencias catastróficas de todo tipo.
¡Nada más lejano de la realidad!


Con una fuerza nunca antes alcanzada, se harán chocar partículas atómicas en un túnel anular de 27 kilómetros de circunferencia. Ésta miniexplosión se realizará 600 millones de veces por segundo. En el acelerador habrá una temperatura de 271.3 grados Celsius bajo cero, es decir, algo menos que en el universo, donde hay -270.4°C. Al mismo tiempo, las colisiones de los núcleos atómicos harán que en el pequeño espacio alrededor de las mismas, la temperatura sea 100 veces mayor que en el centro del sol. Los protones llegarán a 99.9999991 por ciento de la velocidad de la luz, realizarán 11 mil 245 giros en el anillo subterráneo y se desplazarán a 299 mil 780 kilómetros por segundo.
¿Les sorprende tal empresa y sus alcances?
Claro, claro que hemos calculado los posibles riesgos y desviaciones del modelo estándar. ¡Un campo magnético, 100 mil veces más intenso que el terrestre, obligará a las partículas a mantenerse en una órbita controlada!
Confío señores, en que ésta información sea mantenida dentro de éstas cuatro paredes y con las reservas que un asunto de ésta magnitud merece.


Regresa detrás del podium


El caso es que hasta hace unos cuantos meses las cosas transcurrían sin mayor problema, ya que yo me encontraba enfrascado de lleno en mi trabajo, no había lugar, ni importancia alguna para nada que no tuviera relación con mi proyecto. Hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a las miradas de extrañeza de conocidos y vecinos, y a que se hicieran en los lugares comunes de convivencia, comentarios un tanto irónicos acerca de mi modo de vivir y hasta de vestir.
Pues bien uno de esos días de asueto obligado, me dirigí en mi auto al centro de la ciudad. Después de buscar durante un rato un lugar donde aparcarme, por fin encontré un lugar vacío. Un hombre joven, de esos que amparados en una franela y ese sentido gregario tan propio de las pandillas, tuvo a bien dirigir mis maniobras de estacionamiento.
Yo seguí sus indicaciones al pie de la letra y logré gracias a su ayuda, estacionarme sin mayor esfuerzo. Cuando descendí de mi vehículo, deposité en su mano abierta un montón de números que extraje del bolsillo derecho de mi saco. Era justo recompensar su esfuerzo, de eso no cabía duda.
El hombre nomás mirar mí contribución, con un gesto de profundo desprecio y molestia, me aventó a la cara el montón de números y me espetó un provocativo: ¡Pinche ojete! De momento no supe como reaccionar, solo atiné a levantar del suelo los números y apurar el paso con el miedo de recibir no solo otra ofensa verbal, sino a recibir quizá, hasta algún mal golpe.
Si bien sus palabras de reclamo fueron una afrenta ominosa a mi persona, es probable que el hombre tuviera razón. Él esperaba otra cosa, algo más tangible y objetivo que unos simples números, algo como algunas monedas de cierta denominación valorativa
¡De eso vive! ¿A quién le importa una serie de razonamientos lógicos? ¡Si el mundo no funciona en relación al sentido común, sino más bien en relación a la emoción y las necesidades básicas de supervivencia!
Pero… resulta que en mis bolsillos solo guardo números.


El hecho me dejó un tanto trastornado, las cosas habían llegado demasiado lejos. Atendí mis asuntos lo más rápido posible y regresé a casa.
No bien estuve en el interior de mis aposentos hice un recuento de los últimos sucesos y caí entonces en la cuenta de que algo estaba pasando conmigo.


Esa noche no bien cerré los ojos, hice un viaje a las tinieblas. El silencio se extinguió seguido de un ruido insoportable. Eran tal el estruendo y la anarquía sonora, que no lograba escuchar nada reconocible.
Navegando en las telarañas del sueño pretendí sobreponerme al miedo, e hice esfuerzos sobreoníricos intentando aislar algunos sonidos de esa cacofonía infernal para tratar de entender si en ellos había alguna clave que yo pudiera distinguir e interpretar. Sin embargo, a lo mucho, logré diferenciar algunos ruidos (porque no pueden designarse de otra manera), que tenían cierto tono agudo, como el de los bips de un ordenador, aunque también alcancé a identificar muy ligeramente otro tipo de sonidos, pero a los que no presté suficiente atención ya que en ese momento no conseguí precisarlos claramente.
Es evidente que no pude descansar apropiadamente, y las cosas fueron diferentes a partir de ese día.


El suceso era extraordinario, no solo reflejaba en mí un desorden en la recepción de ondas ultrasónicas, sino que además me dejaba frente a una disyuntiva: 1) ¿Había alguna conexión real entre los sucesos relacionados con el franelero que me aventó los números en la cara y la alteración de mis sistemas de percepción cerebral? y, 2) ¿Habría afectado el fenómeno sónico mi capacidad receptora de ondas hertzianas de alta frecuencia?


Por supuesto no fui a trabajar, mis nervios no estaban lo suficientemente templados como para enfrentarme a los desafíos que mi trabajo de investigador requiere. Así que me puse a reflexionar acerca de lo vivido los días previos y el significado de la experiencia nocturna.


Pasadas unas horas, ya un poco más tranquilo, tuve oportunidad de hacer nuevas consideraciones a la sensación acústica experimentada.
Una reflexión metódica me hizo concluir que si hubiera sido suficientemente consecuente con mi profesión y no con el miedo que el caos puede generar, podría haber encontrado una interpretación racional a esas otras sonoridades que escuché, pero a las que en ese momento no presté atención. Esas resonancias a las que no presté suficiente atención tenían cierto aire de eco y un tono gutural, quizá hasta un timbre un tanto polifónico, algo ciertamente parecido a las palabras. Probablemente había un mensaje cifrado al que no atendí con suficiente consideración. Claro, es más fácil castigar al mensajero que hacerse cargo del mensaje...


Después de varios días de insoportable desasosiego, consideré que era momento de obtener ayuda profesional, y cuando digo profesional no me refiero a la colaboración de mis colegas cientificistas o matemáticos, ya que el problema no estribaba en un asunto de carácter científico, sino en algo más de carácter personal. Mí prestigio como hombre de ciencia estaría en entredicho si no mantenía un mínimo nivel de discreción, por lo cual precisaba no poner al descubierto frente a mis financiadores y compañeros de trabajo, un posible desorden mental.


Así, en la búsqueda de una respuesta más que de ayuda emocional, acudí en primera instancia, con una profesional, por lo tanto busqué a una doctora en análisis transaccional, de la cual ya tenía referencias por haber pasado en múltiples ocasiones frente a su gabinete de consulta.
Hice una cita telefónica, solicitando que la entrevista se realizara lo más pronto posible, lo cual me fue concedido, siempre y cuando yo estuviera dispuesto a acudir en el horario que ella tuviera disponible, dada su cargada agenda profesional.
La doctora me recibió en su consultorio dos semanas después del episodio acústico.
Considerando que la doctora requeriría cierta información adicional para hacer su valoración, además de mis datos generales y la narración de los sucesos más recientes, estaba dispuesto a reconocer frente a ella, que cierta información que he utilizado para fines de mis proyectos e investigaciones se ha allegado a mí, a través del canal de ondas hertzianas de alta frecuencia al cual tengo acceso privilegiado en razón del avanzado desarrollo de mi hemisferio cerebral izquierdo.
Sin embargo, esto no fue necesario, ya que sin haberme siquiera recostado en el diván de las confesiones, ella me diagnosticó.
Solo mirarme a los ojos y leer la palma de mis manos le bastaron para ser contundente: Padece usted de una disociación magnético-matemático-esquizo-cerebral.


Se hace un silencio espeso


Esto me hizo pensar y suponer…
¡Por favor señores! ¿A que la alharaca? ¡Mi trabajo es pensar y suponer!


No le importa y continúa


Me hizo pensar que nadie es más esclavo que, el que falsamente se cree libre… Yo por supuesto, no tenía idea de ello…
De mi desconocido y probable desarreglo mental, quiero decir…
La elaboración de modelos matemáticos, el uso de variados ordenadores y maquinas inteligentes, el ingreso a salas de seguridad extrema, la apertura de carnets, cuentas bancarias, apertura de cajas de seguridad, la obtención de cédulas de identidad, boletos aéreos electrónicos, tarjetas numéricas de acceso y documentos de registro me obligaban a memorizar cualquier cantidad de series numerarias.
Coleccionar números era parte de mi trabajo.


Sin embargo, después de la sesión terapéutica con la doctora y sin estar plenamente consciente de ello, comencé a coleccionar casi obsesivamente nuevos nickname´s y toda clase de guarismos y claves alfanuméricas.
Cada día se convertía en una búsqueda insaciable de nuevas combinaciones y posibilidades algebraicas…


No quisiera cansarlos demasiado con esta historia, así que antes de concluir con mi intervención, quiero hacerles una atenta solicitud:


¿Podrían señores, ser tan amables en anotar en la hoja que voy a pasarles a continuación, su nombre en clave y, el número que se les ha asignado para ser miembros de ésta cofradía?