martes, 1 de septiembre de 2009

Laberinto

Leonora Carrington


Broca y otros estudiosos,
anatomistas, alquimistas,
buscadores de sueños, quirománticos,
nigromantes y uno que otro necrofílico
(porque para entrarle a la disección de un cadáver se necesita sangre fría...),

se encontraron con que el corazón, la pasión
y la vasa vasorum por la que ésta trascurre,
eran algo así como un laberinto,
pero en cuarta dimensión.

Obsesivos como si los persiguiera la mismísima muerte,
estaban afanados en saber que era el amor,
de donde viene,
a donde va,
porqué duele,
porqué a veces se convierte en silencio,
después en escarcha y luego en olvido,
o sea ¿qué carajos era el amor?

¡Había que entrar al interior de las entrañas de tan extraordinaria víscera!
No, no a liberar al minotauro o a hacerle la malagueña a Dédalo.
Había que develar el misterio del amor y por lo tanto del enamoramiento.

Y entraron.
A la fecha no tenemos razón de si lograron salir…

Lo que hace a un laberinto,

es el muro que delimita lo externo de lo interno.

El amor, como el laberinto,
no es tal si se está afuera;
la acción se da dentro,
el laberinto invita a la acción, a su recorrido,
un recorrido que implica descubrimientos, pero también temor.

Está lleno de vericuetos,
de pasillos ciegos,
de alternativas,
de dudas y de posibilidades.

Es una sierpe que nos guía, nos seduce,
nos amedrenta,

nos acompaña
o nos deja solos.

O tal vez el amor es ella misma,
la laberíntica Ariadna que nos lanza el hilo y lo tensa,
transformándose a sí misma en ese lugar de donde no se puede escapar…

Lucas en el laberinto

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