jueves, 12 de agosto de 2010

El principio fue ¡Crash!



De la serie: Cuentos del Crapocalipsis



I



Ocurrió que hace tiempo recibí varias llamadas telefónicas que reclamaban mi presencia, aunque debiera decir más bien, se reclamaba la presencia del habitante del apartamento o al menos eso parecía al principio.


Durante todas las llamadas telefónicas, de las cuales por cierto, ninguna, duró más de tres minutos, la persona del otro lado del teléfono nunca mencionó mi nombre, ni el de ninguna otra persona, solo me encarecía a presentarme en una dirección al sur de la ciudad.


El llamado era apremiante –No debería dejar de acudir a equis lugar, en cierta fecha. Esa fue siempre la primera indicación. –De otra manera, las consecuencias de no asistir a “la audiencia”, sí, eso dijo, “la audiencia” –Serían catastróficas. ¿Catastróficas para quién? Me pregunté para mis adentros.

–Yo a esta persona ni la conozco, concluía yo, con ganas de colgar sin más el teléfono.


Las primeras veces me arrepentí de haber tomado la llamada, pero algo me detenía y continuaba escuchando la llamada hasta el final.


Me llamaba sobremanera la atención, el énfasis que la voz ponía en el término, “la audiencia”. El tono era distante pero imperioso. Era más bien burocrático, aunque no del todo, sin embargo, no parecía tampoco, uno de esos supuestos abogados de call center que suelen amenazar a cualquier hora, a los deudores morosos.


No era mi caso. No tenía ninguna tarjeta bancaria, ni había hecho compras importantes o algún otro movimiento mercantil o financiero que involucrara mis datos personales desde que me había mudado a la ciudad y había obtenido mi nueva cédula de identidad. Yo tenía muy claro, quien era Yo ahora.


Mi antigua identidad se había diluido durante el sismo de 6.11 grados en la escala de Richter que devastó la región. Las indicaciones que recibí a través de la revelación durante lo más duro del desastre, habían sido tajantes.


La voz del otro lado me regresó más de una vez a la llamada.


– Procure no llamar la atención y use vías alternas para llegar, fue otra de las indicaciones que la voz emitía en cada telefonema.


Usualmente no daba espacio para hacer ninguna pregunta. Cada vez que yo intentaba interrumpir para preguntar algo, la voz continuaba con órdenes como:


–No cargue ningún documento…


A las primeras llamadas no quise darles importancia, las tomé realmente como llamadas de call center, simples cobradores buscando al inquilino previo del piso que en ese tiempo yo ocupaba en la calle de Cabinet, aunque las locuciones del otro lado del teléfono no eran precisamente requerimientos de pago, sino más bien indicaciones a seguir para acudir a cierto lugar.


El piso se arrendaba desde hacía varios años y yo apenas tenía unos cuantos meses de haber llegado ahí, así que la posibilidad de que buscaran a un antiguo arrendatario, era muy alta. Sin embargo, la eventualidad de número equivocado, estuvo descartada después de la insistencia de la segunda llamada.


Por otro lado, en esos tiempos, era evidente que había ciertas señales que yo en mi nueva circunstancia no alcanzaba a reconocer a plenitud.


Todo había sucedido muy rápido. Estar donde estaba, implicaba la ruptura total conmigo mismo, cosa nada fácil de sobrellevar salvo en las condiciones en las que a mí se me habían presentado todos los acontecimientos sucedidos hasta la fecha.


Después de varias llamadas, las cosas cambiaron. Durante la última llamada, las señales fueron más claras, aunque un tanto enigmáticas, podría decirse que hasta un tanto hieráticas. Lo impersonal de la voz, remitía a algo transhumano.


En tanto escuchaba la voz a través del auricular, los recuerdos de la revelación que tuve mientras los techos de los pisos superiores del edificio que ocupaba en M. caían sobre mí durante el terremoto, fueron tan vívidos, que no hubo mayor duda. Comprendí sin duda, que había ciertas señales ineluctables.


Son mis ojos, los que tienen que aprender a ver, pensé.


Sin embargo, en honor a la verdad, he de decir que durante la última llamada intenté hacerme el desentendido, el loco pues, así que sin dar oportunidad a que continuara, grite dirigiéndome con toda la voz al teléfono – ¡Yo no soy la persona que usted busca!


– ¡Sabemos lo que sucede, le esperamos! Fue lo último que se escuchó a través del altavoz.


En ese momento las sombras de las hojas de los árboles tras la ventana incendiaron la pared a un costado, la visión fue asombrosa, un incendio en amarillo y gris que arrasaba toda la superficie lateral de la estancia.


Yo me quedé con el auricular en la mano, después solo se escuchó el click del cierre de la conversa telefónica.


No había duda ¡Las llamadas eran para mí!


Si bien era cierto, tenía indicaciones claras acerca de mantener un bajo perfil, más cerca del anonimato total que, el de destacar en ese microsistema que era el edificio de apartamentos o las calles o lugares que frecuentaba, también era cierto que eso dejaba abierta la posibilidad de que desde el mismo anonimato absoluto en el que me encontraba, pudiera realizar la tarea que tenía destinada.


Al principio no salía mucho del apartamento, si acaso, solo para hacer compras de alimentos o algunos CD´s y periódicos que hicieran menos largas las horas de espera y estar mientras tanto, al corriente de lo que sucedía “afuera”.


Aunque en realidad, yo mismo no sabía exactamente que esperar, ni cuál era el siguiente paso. Solo estaba ahí, esperando…


No era precisamente confusión lo que experimentaba, más bien era una cierta indecisión indescriptible. Salvo las visiones, ignoraba el resto.


Al principio, las mismas visiones no me hacían mucho sentido. Eran imágenes demasiado sueltas para tener una significancia o comprensión clara en esas circunstancias y momentos.


Yo mismo tendría que descubrir los significados.


Los signos, sin las significancias y la interpretación, son nada, solo señales anodinas o circunstancias aparentemente inconexas.


Como primer paso, era necesario comprobar que ya estaba en el lugar, el cual sería el epicentro de todo lo que estaba por venir… o por continuar…


Ese propio pensamiento tenía algo de terrible.


Las evocaciones involuntarias me produjeron tal sensación, que un temblor oscuro me recorrió la cerviz, las imágenes de muerte y desolación que vi por todas partes durante las horas que transcurrieron después del tercer movimiento telúrico de 69 segundos experimentado en M., estaban nuevamente frente a mis ojos.


La destrucción había liberado los instintos más salvajes de los sobrevivientes. Unos y otros tomaron cualquier objeto que pudiera convertirse en un arma y cada uno a su modo había continuado la destrucción. Lo que las fuerzas telúricas no habían devastado, lo estaban haciendo ahora las víctimas, convertidas en salvajes victimarios de los otros.


Cuando entre los escombros y el polvo aún suelto en el aire abandoné M., observé que llegaban más cargamentos de armas para controlar las rebeliones y saqueos, o para armar a los insurgentes y rebeldes, que de alimentos para ayuda humanitaria, bisnes are bisnes decían, los mismos que se encargan de hacer de policías del mundo, al entregar los pertrechos para una guerra asimétrica en desarrollo…


Exhalé firmemente por las narinas intentando quitarme esas memorias, pero un cierto tufo se extendió por la habitación.


Las cosas habían iniciado y no había vuelta de hoja. En el cosmos, algo inevitable por fin había sucedido, el orden de las cosas se había también movido y anunciaban el principio de algo desconocido para la gran mayoría de la humanidad.


Sin duda habíamos perdido el sentido de las cosas… podíamos discutirlo por horas en los cafés y bares hasta el insomnio o la borrachera y nada cambiaba, éramos testigos lejanos, ausentes del devenir del mundo que nos rodeaba.


Ya todo se había echado a andar, aún sin darnos cuenta.


Muchos no sabíamos muchas cosas, sin embargo, y eso lo tengo claro, la ignorancia te hace inocente, pero no te salva.


Eso sucedió en M. antes del sismo. Ahora ya no había vuelta atrás, M. ya no existe más. No quedó piedra sobre piedra.


Un estallido cimbró los cristales del ventanal, la curiosidad ha sido sometida por la costumbre, la devastación es parte de la decoración urbana. El miedo es tan habitual que ha perdido su sentido emocional. Somos sobrevivientes.


Sin embargo motivado por una de esas extrañas corazonadas extendí la vista a través del amplio ventanal de la estancia. De entre el humo que sobresalía por arriba de los edificios del vecindario, o tal vez a causa del calor remanente de la explosión y la distorsión de los dedos de fuego y ceniza, sobresalían algunas imágenes superpuestas. Otra vez las revelaciones fueron claras.


Había tres universos superpuestos: El de afuera, el mundo de los otros, donde todos compiten, pelean y corren tras sueños, ilusiones, deseos y objetos; Uno intermedio, el que habita en el ancho del cristal, ese gemelo que es transparencia y espejo; Y el de adentro, este que sucede dentro de las paredes de casa y mi cerebro.


Esta última certeza me hizo saber que ya estaba en mi propio camino, cualquiera que este sea.


A riesgo de dejar huellas o evidencias de mi paso por aquí, he decidido hacer una especie de bitácora o diario de camino. No entiendo mucho de leyes humanas o divinas, pero hay una premisa que debe funcionar igual en ambos lados, lo que no está prohibido, está permitido…


De pronto los impulsos de escribir llegan solos. Eso es algo también sorprendente en estos momentos de tanta tensión e incertidumbre, la cantidad de ideas y pensamientos que vienen a mi cerebro en estas largas tardes de espera y que después de repensarlas una y otra vez, no dejan más remedio que escribirlas. Escribir obliga a pensar, a detenerse a leer lo escrito, a preguntarse cosas, a buscar respuestas, a caminar.


¿Podremos guardar una verdadera memoria de lo que está sucediendo?

¿Podrá alguien después de que todo esto acabe, saber lo que sucedió en realidad?

¿Habrá libro que resista la devastación del fuego o el tiempo?

¿Habrá alguna voz que no sea muda después de explotar de llanto con tanto disparo?


“Le parole vanno al vento, scritto permenee” repetía mí abuela, para dejar constancia de que no bastaban las promesas, pero y después cuando en esta larga noche se apaguen las luces, el final final

¿Quién lo escribirá?

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