sábado, 27 de junio de 2009

La otra vida en los ojos de Semuel

El diablo en los detalles, D.F. Lucas Matus



Para la Carla Sais

En un mundo de brujas y dragones, no queda sino el viento


Nadie podría asegurar a ciencia cierta cómo fue el despertar de cada uno de los presentes en el recinto, probablemente el único que lo sabía de cierto era el propio Semuel desde el centro del estrado, sentado tranquilamente, en su amplio sillón de gobelino y terciopelo rojo, mirándo a todos los espectadores regresar a sus propias vidas después de presenciar y ser partícipes involuntarios del acto fantástico de transmutación corpórea tal como anunciaba el anuncio luminoso en las marquesinas del teatro.

Nadie reparó en el brillo siniestro que se acentuó en los ojos del mago.

Salvo él, todos estaban atrapados en la ilusión o por decirlo mejor, creyéndose recién salidos del ensueño.
Ninguno había escapado al influjo, ni aún los técnicos y tramoyistas tras bambalinas, ni la jóven taquillera en su pequeña celda de castigo.

No fue sino hasta que Semuel levantó su larga y fina copa hacia el reflejo cenital del escenario y miró a trasluz del vítreo espejo circular que era la pared perpetua de la copa, mirando con curiosidad esa imagen de aparente transparencia, quizá por ocio o aburrimiento, o simplemente por el placer de degustar de un trago de un vino tinto con tal vocación por la muerte y el llanto como el licor que tenía contenido en esa cárcel de cristal entre sus dedos (eso habría que preguntárselo también a él), que se hicieron conscientes de su presencia en el escenario, aunque esto no fue suficiente para ubicarlos en su propia circunstancia temporo espacial, si es que ésta existía.
La duda siguió sembrada en sus cabezas y un estremecimiento les recorrió la espalda a pesar del caluroso aire encerrado en la sala, aunque tampoco comprendieron el porqué de dicha sensación.
Muchos, por no decir todos, habían descubierto en el espejo que puso el ilusionista frente a sus ojos, los rostros de todo el mundo, excepto el de ellos mismos, aunque en realidad si somos honestos, no pudieran en ese momento diferenciar entre una y otra realidad.

Un ángel sempiterno que caía desde un octavo piso sin entender si volaba o en el sueño eterno se sumergía, una gata que susurraba maullidos con la fuerza de un rayo contenido en la boca de un otro hombre leopardo que la buscaba desesperado cada noche en las habitaciones del Motel ocho en las inmediaciones de una calle cualquiera en un lugar que no existía, una plañidera que lloraba de oficio al pie de un féretro supino, el redactor del obituario que no recordaba haber mencionado los nombres y virtudes de los difuntos recién conocidos en la edición matutina del periódico que aún no había salido de las prensas, una mujer cantando a Diamanda Galas que se descubría misterio y velo en los entramados especulares de su propio reflejo, ellos mismos como escuchas vouyeristas tras las paredes vecinas a la habitación felina.

En ese momento no podían distinguir entre la duda de lo no vivido, el sueño, la ilusión, el deseo, un deja vû o un aparentemente momentáneo e insensible cerrar de ojos...
Todos se levantaron de sus asientos, pálidos, fantasmales, semidormidos y se dirigieron a la salida.

La razón se les deshacía en las manos, mientras el brillo fatídico de los ojos negros de Semuel los guiaba más tarde en el camino de regreso a casa,

a la que en realidad,

nunca regresaron.


Madrugada

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